Homenaje a Pío Baroja: "GRITO EN EL MAR"




La mañana y la tarde se habían pasado lloviendo; como lagrimones que brotan de un corazón oprimido, caían las gruesas gotas de lluvia, brillando en el aire como reflejos de acero y haciendo saltar el agua de los charcos. Declinaba el día; las nubes grises que cerraban el cielo encontrábanse muy bajas, y leves neblinas empañaban el aire.
Un paisaje envuelto en la niebla tiene alguna semejanza con un alma sumida en la tristeza; ese fino cendal de ligera bruma que parece envolver y acariciarlo todo, ofrece para algunos encantos y atractivos mayores que los de un día esplendoroso de sol; la felicidad busca el astro vivificador que hace sonreír la tierra; el dolor, la oscuridad; la melancolía, mezcla de felicidad y dolor, busca la penumbra, mezcla de día y de noche.
Era día de niebla, relucía el suelo empapado de agua con amortiguado brillo, y relucían los charcos como trozos de espejo derramados por alguna hada en solitario camino; a la izquierda de éste veíase la falda de la montaña, entre cuyas peñas nacían helechos ya amarillentos; a la derecha, un prado cubierto de hierba, que exhalaba un olor fresco y saludable, terminado bruscamente por hallarse roto el terreno, formando un acantilado unido a otros de la costa cantábrica, para constituir un murallón enorme, siempre batido por el empuje vigoroso del océano.
La brisa húmeda y cargada de olores de mar salía de éste como lento y prolongado suspiro de un monstruo que duerme; las olas estallaban en las peñas con gran estruendo, y al retirarse engendraban un sordo murmullo que parecía elevarse hasta el cielo.
El Cantábrico jugueteaba, y, sin embargo, al dejar caer la mirada desde lo alto del terraplén, el espíritu caía con ella y se sentía turbado por el horror primero, por la admiración después. Las rocas del pie del murallón, espiaban los movimientos de las olas; el océano embestía con toda su fuerza; del choque de los dos enemigos saltaban nubes de espuma.
Si la tierra fuera la cabeza de un dios, el mar debía ser su cerebro; esas olas que avanzan cautelosas, oscuras, pérfidas como el alma de la mujer, que se agitan luego y parecen erizarse de llamas, que van jadeantes, se retuercen, se fatigan, se detienen para tomar alientos y vuelan después frenéticas a estrellarse contra las rocas; esos círculos de espuma que giran con rapidez vertiginosa, que cambian de color y se hacen amarillentos, rojos y plateados, serán sólo montones de átomos movidos por el viento y refracciones del cloruro de sodio disuelto en el mar; pero parecen el ir y venir de las pasiones y la florescencia de las ideas en el cerebro de un ser grande.
El mar es como una reflexión del alma del hombre, su flujo es su alegría, su reflujo la tristeza; vencido por la civilización, protesta contra ella en los días de tempestad; grande como es, no tiene misericordia ni para los pequeños ni para los humildes; a todos los aplasta con sus furores…
Sentado en una roca, y agarrado a otra con fuerza, contemplaba las evoluciones del monstruo, miraba con los ojos muy abiertos, dichoso al verme libre de mis amargas ideas. El ala de la imbecilidad veía a acariciar dulcemente mi espíritu.
La niebla iba ennegreciéndose; el mar tomaba una brillantez fosforescente por el reflejo de una nube blanquecina que apareció en el cielo. Entonces me pareció que abajo, muy abajo, entre aquellos remolinos turbios, veía una barca con la quilla al descubierto, las olas la lanzaban como un ariete contra las peñas, y , al chocar, crujía como si se quejara dulcemente.
De pronto, rasgó el aire un grito, quizá de un ave marina, para mí salido de una garganta humana; un grito largo, desesperado, estridente; aquella nota de dolor se perdió como un átomo de tristeza en la tristeza inmensa de la noche. El mar tomó un color de tinta; el viento murmuró con más fuerza; las olas siguieron mugiendo y mugiendo.
Me interné en el monte, pensando con espanto en las terribles aventuras de un cadáver, juguete del mar. La noche estaba templada; un silencio de reposo absoluto reinaba en la tierra; la luna comenzaba a salir entre nubarrones oscuros, que corrían atropelladamente por el cielo, y sus pálidos rayos iban plateando la niebla; el aire húmedo y perfumado por las emanaciones del campo, venía del bosque como si fuera el aliento poderoso de la montaña. En el fondo del valle se adivinaba la aldea envuelta en la bruma; a lo lejos, de la silueta oscura de un caserío, salía un rayo de luz como mirada rojiza de un ojo siniestro que contemplara parpadeando la noche.
Cuando, al anochecer, en la casa solitaria del pueblo donde se desliza mi existencia, oigo e crujido de las ramas secas de los árboles y las desvencijadas puertas se estremecen y rechinan como modulando sardónica carcajada, recuerdos de lejanas épocas se agolpan en mi mente; no son de esos que regocijan el corazón y hacen aparecer a los labios alegre sonrisa, sino de los que contristan el ánimo; pero entre todos se destaca en el fondo gris de un día de niebla aquella nota aguda de dolor y vibra en mis oídos como el llamamiento desesperado de un moribundo; vibra, y la veo perderse como un átomo de tristeza en la tristeza inmensa de la noche.